domingo, diciembre 15, 2013

El baloncesto, como la vida

Esta noche lei una nota en el muro de facebook de mi amiga Paz en la que reflexionaba sobre los valores del deporte aplicados a la vida. Aunque ella enfocaba su pensamiento hacia la perseverancia individual en la búsqueda de la excelencia, personalmente la práctica del deporte me ha enseñado bastantes más valiosas lecciones.

La grandeza de los deportes de equipo reside en que la causalidad  esfuerzo - recompensa se percibe de manera muy clara. El equipo tiene como objetivo común conseguir la victoria,  y para ello el individuo debe sublimar sus intereses particulares en beneficio de dicho objetivo.

El buen entrenador es aquel que consigue que la capacidad total de su equipo sea mayor que la mera suma de las capacidades individuales.

La traslación a la vida laboral es inmediata.  Cuántos responsables dedican sus esfuerzos a enfrentar a sus trabajadores para mantener el control aparente, desdeñando la capacidad de sinergias del grupo. Padecemos miles de ejemplos a diario.

Pero para  mí el baloncesto ha significado y significa mucho más que un mero deporte. Durante más de una década jugué al baloncesto en varios equipos de mi ciudad.
Mi primer amor fue el baloncesto.  Un amor apasionado, tutelado, amor que durante un tiempo se tiñó de odio y amargura.
Muchos de mis recuerdos más vívidos se localizan en una pista de baloncesto. Tiros a canasta culminados con el sonido del balón rozando la red, saltos a por rebotes rodeado de gente más alta que yo, algunos momentos duros como presenciar la lesión de mi amigo José; aquellos viajes interminables por todos los pueblos de la provincia.
Fue eso y mucho más. Durante mucho tiempo el baloncesto fue la única vía de comunicación que tuve con mi padre. Él, entrenador durante muchos años,  no pudo nunca reprimir seguir siéndolo conmigo. Comentando y criticando cada jugada, cada tiro, cada decisión que tomaba en la pista. Sentía mucha presion y, a pesar de seguir entusiasmado por el deporte, dejé de disfrutar. Abandoné.

Durante mucho tiempo llevé con amargura el hecho de creer, no sin cierta vanidad, que podía haber sido mejor jugador, haber competido en mejores equipos, haber "llegado a algo". No veía que sí había llegado a algún sitio, había cumplido mis objetivos, jugar al baloncesto me había hecho madurar.
El hecho es que, años más tarde, volví una temporada más a ayudar a un equipo de gente más joven que yo a salvar no-se-qué categoría.

Entonces aprendí otra lección vital interesante. Aprendí que lo importante no es estar en el cinco inicial, si no terminar el partido estando en la pista. Justo en el momento en que empiezas a entender de qué va esto del baloncesto - o de la vida-, a saber dónde va a caer la pelota tras un fallo, a anticipar los movimientos de compañeros y rivales, a saber cuándo tirar, cuándo pasar, justo en ese momento las condiciones físicas - si es que las tuviste - empiezan a abandonarte.  Por eso cuando existen momentos en que los astros se alinean y todo funciona,  como decía aquel "la vida puede ser maravillosa".